Bajo el puente, sobre la gravilla donde las ruedas de la bicicletas se atascan, se hunden como en una pasta que puede respirarse. El puente, no exento con todo de cierta gracia, es de la familia de los contundentes, sobre todo así, visto desde abajo. Desde abajo, un puente no conecta dos orillas. Es una bóveda celeste y es un suelo. Alguien cobra su peaje vertical.
El ciclista cambia de sentido, inquieto quizá por algún ruidillo que aún no ha identificado, como quien cabalga un grillo.
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