Las batallas campales se resolvían en una artillería improvisada, entre niños o entre niños y un adulto loco que ningún niño sabía de dónde había venido o si su condición natural era estar allí, dándose por aludido ante la lluvia de piedras que nadie sabía ciertamente cómo había empezado.
Sólo podía concluir con algún descalabro. Una retirada a la que el loco que actuaba a distancia pondría el puente de plata de las últimas salvas. Su triunfo le otorgaba la euforia que le facilitaría el paso a la siguiente locura. Otro puente de plata, una metamorfosis de su entusiasmo jadeante e inconexo. Niñez y locura. Como por capricho, entre el cambio constante y la obsesión en un tiempo sólo dibujado con motivos tan crueles, pero también tan vivos.
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