El prestigio contrastivo de los oasis, pero este hortelano está al pie de farallones de arenisca y arcilla, farallones por emplear un término de incierta eficacia y apodíctica verticalidad, está al pie del desierto o de la estepa vertical con su manchita verde (sólo desde un punto de vista bajo, rasante), mínimamente fresca entre los territorios ocres e inabarcables.
La verdura ágreste y más densa se refugia en los límites, junto a los linderos, sobre invisibles cursos de humedad y frescura. Los límites son interrumpidos por puertas que alcanzarían una altísima cotización ceremonial en alguna isla en technicolor de los Mares del Sur o en una huertita: el metal de un somier o la madera de unos pallets asombrosamente ensamblados y rematados por un voladizo inestabilísimo de uralita.
El hortelano y el amigo del hortelano se entretienen y puntean las estaciones y sus cultivos escogidos con una conversación que se remite a un tiempo de estaciones platónicas, exactas como poliedros sobre una mesa.
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