A la media hora nos hicieron bajar del autobús para darnos unas explicaciones y, lo que es peor, para que procediéramos a la recogida de piedras y piedritas. Sobre una repisa de roca dormitaba una víbora que, seguramente, esperaba a que el Sol apretase. Avisé de su presencia y le faltó tiempo a un compañero para convertirla en papilla a martillazos. Era una muestra evidente del conflicto entre dos visiones de las víboras y las otras bestias del campo y la ciudad.
Pero la que impulsaba el martillo no era sólo la que distinguía entre amigos ni enemigos sin incluir ninguna idea más o menos vaga acerca de ciertos equilibrios que complicaban todo el asunto. Tampoco un impulso juvenil y sexual de destrucción era, creo, el motor de todo aquello. Sospecho que habría que incluir un componente que se encargaba de subrayar expeditivamente el debido escepticismo hacia las ideas que las instituciones educativas transmitían, componente que probablemente concordaba con la imposibilidad en aquel momento de encajar esas ideas con la tradición familiar, con la del pueblo y con la del barrio. Hasta que se crease una nueva identidad inclusiva, que dirían los chorras a la violeta.
Pero la que impulsaba el martillo no era sólo la que distinguía entre amigos ni enemigos sin incluir ninguna idea más o menos vaga acerca de ciertos equilibrios que complicaban todo el asunto. Tampoco un impulso juvenil y sexual de destrucción era, creo, el motor de todo aquello. Sospecho que habría que incluir un componente que se encargaba de subrayar expeditivamente el debido escepticismo hacia las ideas que las instituciones educativas transmitían, componente que probablemente concordaba con la imposibilidad en aquel momento de encajar esas ideas con la tradición familiar, con la del pueblo y con la del barrio. Hasta que se crease una nueva identidad inclusiva, que dirían los chorras a la violeta.
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