Del río se celebraban las pozas, donde los bañistas se entregaban a perversiones que la prevención contemporánea condenaría con expresión horrorizada, y de las que sólo citaremos las zambullidas de cabeza entre pedruscos que aguardaban con fatal paciencia.
Los peces del río -en aquellos tiempos de relativa escasez- aparecían y desaparecían con unanimidad incompresible. A veces, dos barbos remontaban lo poza a poza tras abandonar el río grande, que era su lugar y donde adquirían su afamado sabor a barro. Alabemos a los barbos, pues las carpas nunca giraban tal visita a los peces de aguas más frías.
La poza, pese a todo, permanece. Las antiguas piscinas, en cambio, son arqueología. Son una arqueología abandonada, sin nómadas que aparquen en sus vagos y destartalados alrededores, subrayados con los óxidos y los desconchados que no amenazan a la poza. A la que sólo faltan los merenderos, que recordamos con la infinita arquitectura de una tómbola o de un teatro de marionetas. Como si detrás de sus cuatro maderas, en lugar de unas cuantas cajas de cerveza, nos aguardase otro mundo de inadvertida magnitud y sorpresas sin cuento.