Si no el mundo, al menos el paisaje se dilataba según subíamos por la escalera de la torre, la cual a cada nueva media vuelta nos ofrecía la iluminación y el reposo de un ventano, pero los escalones -en contradicción con una piadosa práctica de los constructores burgueses- eran cada vez más pinos y estrechos. El campanario aún quedaba más arriba cuando nos detuvimos mirando hacia el Norte. A nuestra derecha veíamos la sombra de la torre, que apuntaba casual hacia una construcción llamada a la ruina: A la cubierta le quedaba poco y esperaba quizá el colapso o quizá el viento que se la llevara. Subimos un poco más y, hacia el Sur, vimos las cumbres que enmarcaban el río varios cientos de metros hacia abajo.
En el campanario, vértigo. Y unos trazos sobre la piedra en que pudimos leer en caracteres desiguales: "Fra 907". Lo habían puesto para comprobar que no había subido una máquina.
En el campanario, vértigo. Y unos trazos sobre la piedra en que pudimos leer en caracteres desiguales: "Fra 907". Lo habían puesto para comprobar que no había subido una máquina.
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